Un nuevo concepto de la ecología empieza a calar en las conciencia de los consumidores que viven en los países más adelantados del planeta. Ya no se trata solamente de consumir productos fabricados o elaborados con materias primas o procedimientos respetuosos con el medio ambiente; si no que además se comienza a medir los niveles de sustancias contaminantes que se generan en los diferentes procedimientos de fabricación, o incluso también de los recursos naturales que son consumidos en estos procesos. Todo esto deberá estar expresamente señalado en los etiquetados de los productos comerciales, para que los consumidores, con un mayor criterio de sensibilidad ecológica, tengan la opción de elegir uno u otro producto, o que incluso para que las administraciones públicas, puedan llegar a prohibirlos en caso de alcanzar un nivel superior a lo admisible.
Nos estamos refiriendo a la denominada “huella de carbono”, como traducción literal del término anglosajón “carbon footprint”, que puede ser definida como la totalidad de gases de efecto invernadero (GEI) emitidos por efecto directo o indirecto de un individuo, organización, evento, o producto; medida en gramos o kilogramos de dióxido de carbono por unidad, peso o volumen de producto.
El dióxido de carbono el principal gas responsable del llamado efecto invernadero, cuyas emisiones están provocando el progresivo calentamiento del planeta y en consecuencia también responsable del cambio climático. Pero también existen otros gases procedentes de la actividad humana, que del mismo modo provocan este serio problema, algunos de ellos más activos que el mismo dióxido de carbono, pero por fortuna con emisiones más limitadas. Todos ellos se expresan referidos al dióxido de carbono como unidad de medida, en los siguientes valores:
Equivalentes CO2
Dióxido de carbono (CO2) 1
Metano (CH4) 21
Oxido nitroso (NO2) 310
Hidrofluorocarbonados (HFC) 740
Un buen ejemplo de lo anteriormente expuesto, sobre la actividad industrial en las emisiones de gas carbónico, está en los 50 kg de dióxido de carbono que un habitante de Mali genera durante un año, frente a una media de 12.000 kg al año de dióxido de carbono que produce un habitante de un país industrializado, como puede ser España, o llegando al extremo de 21.000 kg por habitante y año de los Estados Unidos como el país que genera mayores emisiones de este gas.
En estos momentos, la situación legal sobre la huella de carbono en los bienes o productos de consumo se encuentra en una fase inicial, pero que con toda seguridad, en los próximos años será de obligado cumplimiento en la mayor parte de los países más industrializados, como en los perteneciente a la Unión Europea, entre los que se encuentra nuestro país, y donde el vino será sin duda uno de los productos objeto de control.
Así por ejemplo, a partir del primero de enero del próximo año 2011, entrará en vigor en Francia la Ley Grenelle 2, que regulará la huella de carbono en los alimentos comercializados en Francia, bien sean producidos en este país o por el contrario procedentes de la importación. También en Chile actualmente se está implantando la obligatoriedad de señalar la huella de carbono para sus productos, especialmente en sus vinos destinados a la exportación, para utilizarlo como arma comercial en otros países netamente importadores, como por ejemplo el Reino Unido, donde ya algunos importantes compradores, como es la cadena de supermercados Tesco, están obligando a colocar en el etiquetado de los productos que venden. En estos momentos existe una directiva en los Estados Unidos, para implantar la huella de carbono en sus productos alimentarios hacia el año 2020.
Con todo esto queremos decir, que bien a corto plazo o a lo sumo a medio plazo, también en nuestro país será obligatorio señalar la huella de carbono en las etiquetas de los productos que fabriquemos o elaboremos, y donde el vino no se va a escapar de esta normativa de obligado cumplimiento. Tampoco debemos ver este asunto con lejanía, pues en estos momentos aquellas bodegas con vocación exportadora, deberían ya de empezar a implantar el cálculo y etiquetado de la huella de carbono para sus vinos, pues es posible que en breve les suponga una barrera insalvable para su venta en determinados países más sensibilizados con este asunto.
Uno de los principales problemas que existe en la actualidad, para implantar la huella de carbono en todos los países de la Unión Europea es decidir el modelo o sistema de cálculo homologado que se debe seguir. Así en el Reino Unido, en estos momentos, el sistema de cálculo de la huella de carbono que se utiliza para los vinos se denomina PAS 2050. Mientras que en Francia se emplea el sistema de cálculo llamado Bilan Carbone, y en otros países fuera de la Unión Europea, como Australia, Nueva Zelanda, Sudáfrica y California (Estados Unidos), utilizan otro sistema de cálculo diferente denominado Internacional Wine Carbon Calculator Protocol.
De nuevo estamos ante una “torre de Babel”, pues parece ser que cada país quiere imponer su sistema de cálculo. La Organización Internacional de la Viña y del Vino (OIV), organismo que agrupa la casi totalidad de países productores de vino del mundo, en estos momentos está elaborando un sistema de cálculo unificado denominado GreenHouse Gas Accounting Protocol (GHGAP), para que sea seguido por todos sus países miembros. Pero mucho nos tememos que, algunos importantes países importadores y no productores de vino, como por ejemplo el Reino Unido, no lo adopten, pues seguirán utilizando su propio sistema de cálculo, y tengamos de nuevo un galimatías de normas como las actuales de aseguramiento de la calidad: ISO, BRC, etc.
Afortunadamente, la producción de vino no es uno de los productos más contaminantes, presentando un valor medio de huella de carbono del orden de 1,5 kg CO2 por botella de 0,75 litros. Mientras que otros productos como la leche se encuentra en niveles de 1,6 kg CO2 por litro, o las patatas a granel en 0,65 kg CO2 por kg, o incluso una simple bolsa de patatas fritas en 0,1 kg CO2 por bolsa.
Los objetivos que se persigue con la implantación de la huella de carbono, son por una parte éticos, donde se pretende crear una conciencia de respeto hacia el medio ambiente, y por otra parte, son de pura y dura índole económica, donde se piensa conseguir un importante ahorro de costes en el capítulo de la energía, así como también orquestar una campaña de marketing dirigida a los consumidores. Para que de este modo, un determinado producto, pueda conseguir un mayor volumen de ventas, al lograr una huella de carbono inferior al valor medio o al de sus competidores, e incluso llegar a alcanzar la calificación de “huella de carbono cero o neutro”, donde aparentemente en su proceso de fabricación o elaboración, no se han producido emisiones de gases de efecto invernadero, como paradigma de un producto de la máxima calidad ecológica, y por lo tanto del máximo interés comercial.
El operativo que se sigue para la implantación de la huella de carbono en una actividad o en una industria, está en primer lugar medir este parámetro en sus productos o actividades, mediante un protocolo o un sistema de cálculo oficialmente reconocido. Para después comparar los niveles alcanzados con los admisibles establecidos, o también con la media de estos bienes o servicios existentes en el mercado, para establecer una serie de medidas correctoras, tendentes a reducir las emisiones de estos gases de efecto invernadero. En estas condiciones es prácticamente imposible llegar a alcanzar el nivel de huella de carbono cero, pues siempre se produce en cualquier fase del sistema productivo una emisión de estos gases. Para lo que entonces se recurre a la compensación del nivel de la huella de carbono resultante, con otras actuaciones complementarias, como pueden ser la mera compra de créditos de carbono a terceros países, o bien a las plantaciones forestales, entre otras acciones similares. Actuaciones legítimas, pero que algunos puristas piensan que no deberían de tenerse en cuenta en el balance de cálculo, ya que no les parece lícito contaminar en un país y comprar derechos para contaminar en otro distinto, generalmente mucho menos desarrollado y en consecuencia más pobre…
Para el sector vitivinícola, las principales actividades que generan gases de efecto invernadero, se centran en los siguientes capítulos, donde se pueden seguir determinadas actuaciones para conseguir una reducción de los mismos:
-Edificaciones. Reducción del consumo energético en su utilización, bien directamente controlando la calefacción, aire acondicionado, iluminación artificial, etc. Utilización de energías renovable, como placas solares, energía geotérmica, etc. Construcción con materiales sostenibles hacia el medio ambiente.
-Viticultura. Reducción del consumo de tractores y otra maquinaria agrícola. Adaptación a la viticultura biológica y/o sostenible. Reducción de las emisiones de óxido nitroso (NO2) del suelo con un elevado valor equivalente de dióxido de carbono (CO2). Aprovechamiento energético de la biomasa vitícola: sarmientos, madera vieja, etc. Así, aproximadamente 3 kg de sarmientos secos equivalen a 1 kg de gasoil, que con una producción de unos 1.500 kg/ha supone un ahorro de 500 litros/ha de gasoil. Para España, con 1.200.000 hectáreas de viñedo, solamente con los restos de poda, resultarían unos nada despreciables 600 millones de litros de este combustible.
-Enología y servicios. Reducción del consumo de energía en la maquinaria de la bodega, así como también en la fabricación de los productos enológicos. Reducción del peso de materiales de embalaje y de su energía en su proceso de fabricación. Optimización del transporte del vino desde el punto de vista energético.
Según un estudio realizado por la A.O.C. Champagne sobre el balance de carbono en su zona productora, la distribución de la huella de carbono para la producción de una botella de vino espumoso, resulta la siguiente:
Viticultura: 14 %
Enología: 10 %
Transporte: 13 %
Botella de vidrio: 16 %
Otros embalajes: 23 %
Edificaciones: 11%
Otros suministros: 8 %
Servicios: 5 %
100 %
Estudiando con detalle la tabla anterior, se llega a la conclusión que la comercialización del vino, compuesta por las botellas de vidrio, otros embalajes y transporte, suponen más de la mitad (52 por 100) de las emisiones de gases de efecto invernadero. Las medidas a tomar para reducir la huella de carbono en este importante capítulo, serán sin duda las principales actuaciones a desarrollar durante los próximos años.
Los países más sensibilizados, como Francia y Reino Unido, ya están solicitando la utilización de botellas de vidrio más ligeras, que por una parte reducen el gasto energético en su fabricación y por otra parte también lo reducen el de transporte. Ya muchos importadores del Reino Unido, y de la mayor parte de los países escandinavos, están demandando el transporte de vino a granel desde los países productores, para su embotellado en destino, tal y como se hacía hasta bien entrada la mitad del siglo pasado. ¿Esta medida supondrá el fin de las Denominaciones de Origen Calificadas, donde el embotellado en origen es imprescindible?
También entran en escena, la posibilidad de comercializar los vinos en otro tipo de envases distintos a las botellas de vidrio, mucho más ligeros, más baratos de fabricar y por lo tanto más ecológicos. Como son por ejemplo el bag-in-box como formato de gran volumen, o las botellas de plástico PET muy livianas y además reciclables. Por supuesto que el vidrio es también reciclable, pero aún así su proceso de fundido para la fabricación de botellas, supone un importante consumo energético, y además a veces se producen curiosas paradojas. Como en el caso del Reino Unido, donde casi todas las importaciones de bebidas alcohólicas se realizan de manera mayoritaria en botellas de vidrio de color verde, mientras que su consumo interior o de exportación es de vidrio blanco para sus bebidas espirituosas, lo que les supone además el coste añadido de tener que reenviar al continente el exceso de vidrio verde procedente del reciclado.
En el citado estudio de la A.O.C. Champagne, el capítulo de otros embalajes es bastante elevado (23 por 100), pues cuando se comercializan productos de lujo, como es este caso, el consumo de embalajes se dispara hasta límites insospechados, cuestión que por fortuna no sucede en la media de los vinos comercializados.
Otro importante apartado es el transporte del vino, desde el lugar de producción, hasta los diferentes puntos de venta y consumo (food miles), que supone para el mencionado estudio de los vinos espumosos de Champagne, un valor del 13 por 100 como media. Aunque en muchas otras situaciones, este montante puede ser muy superior, llegando a duplicar e incluso triplicar el valor medio de la huella de carbono para los vinos comercializados.
Sin duda alguna el sistema de transporte más contaminante es el avión, siguiéndole luego el transporte por carretera, después el transporte ferroviario, y terminando por el transporte marítimo como el menos contaminante. Un estudio realizado en los Estados Unidos, demuestra que para situar una botella de vino en Nueva Cork o en Chicago, la zona productora menos contaminante desde el punto de vista transporte son los países europeos, con un valor de huella de carbono total por botella de unos 2,1 kg de CO2 o de 3,4 kg de CO2 si procediese de Australia, puesto que la mayor parte del recorrido se hace en barco. Mientras que si las botellas vienen de California, mediante transporte exclusivo por carretera, la huella de carbono de esas botellas se eleva hasta 4,5 kg de CO2.
El transporte es otra de las razones por las que la demanda en los países consumidores sobre el transporte del vino a granel y su embotellado en destino, está cada día tomando un mayor protagonismo. Así como también en determinados países productores con pequeña vocación exportadora, a solicitar a sus consumidores, que lo más ecológico es consumir vino local, pues de este modo se minimiza el impacto del transporte en su huella de carbono.
Para terminar con esta revisión sobre la huella de carbono en los vinos, también llamamos la atención sobre una nueva demanda de carácter ecológico que aparecerá inmediatamente después. Se trata de la “huella de agua” (water footprint) o consumo de agua dulce utilizada para la producción de bienes y servicios, expresado en m3 o litros de agua por litro, kg o unidad de producto. Un reciente estudio realizado en este sentido, nos muestra un dato escalofriante, pues para producir una botella de vino se necesitan unos 660 litros de agua, que lógicamente no solo se refiere al agua empleada en la elaboración y embotellado del vino, si no también la utilizada en el cultivo del viñedo, y donde el mayor consumo procede del agua de lluvia o del riego.